viernes, 28 de noviembre de 2008

A libro abierto

Leyendo la nota sobre “chicos que van a marzo” en el Suple Si! de Clarín, me acorde de cada segundo dentro de la etapa final del año dentro de la escuela. El calor, saber que se venía el cierre de las notas, presentar carpetas, días que empezas a no tener que ir o que las aulas están vacías y en silencio, actos, ensayos, trabajos prácticos, cansancio y la sensación de que en la cabeza ya no entra nada mas.

En 4to año la profesora suplente de física estuvo a punto de mandarme a diciembre. Ese momento en que me veía estudiando mas del tiempo estipulado por tres trimestres, tuve escalofríos, miedo y, por supuesto, ganas de llorar. Y llore. Al punto que la mujer me dio otra oportunidad y mi analítico quedo virgen de exámenes en marzo y diciembre.

Odiaba las clases de química. No entendía. No había manera de que en mi cabeza se pudieran sumar letras y terminaran siendo cloruros, sales, etc.. Y para colmo, todo sucedía con interminables tizas blancas en un pizarrón verde que me dieron los peores años de alergia de mi vida.

Amo la matemática, me encanta sumar y, modestia aparte, lo hago rápido. Pero en el momento en que a los números se le agregaban letras, la cosa se ponia fea. Muy fea.

No me pongas una A, ni una B ni una Q ni nada que forme parte del alfabeto y pretendas que las sume y que las multiplique con una fracción que me ocupa 8 renglones de hoja cuadriculada. Los nenes con los nenes. Los números por un lado, las letras por el otro. Agua y aceite. Pizza y anana. No van las dos cosas juntas.

Pero amaba las clases de filosofía. Injustamente formaban parte solo de un modulo dentro de la larga semana dentro del colegio. Lo mismo pasaba con Historia y Cívica.

Y química seguía ahí. Solo cuando íbamos al laboratorio la cosa era un poco mejor. Excepto cuando aspire azufre que salía en forma de humo y casi me muero en el pasillo del salón de actos. Pero fuera de eso, los frascos, las enormes ventanas, los mecheros y un montón de cosas que nunca aprendí como se llamaban, hacían que las mañanas salieran de su monotonía dentro de un aula y un escritorio que elegís el primer día de clases y del cual no te podes mover por el resto del embarazo que dura cada año escolar. Y una tabla con letras y colores que nadie en la tierra debería estar obligado a recordar. Aunque siempre ayudan a la hora de completar los autodefinidos.

Tenía miles de técnicas para copiarme. Los machetes nunca, jamás, me sirvieron. Pero tenía una técnica que con los años fui perfeccionando para las pruebas teóricas de física y química… pero que no pienso dar a conocer.

Mi colegio es el más lindo de todos. Enorme, con recovecos que estoy segura que nunca conocí ni llegue a descubrir. Incluso me daba miedo estar por ciertos pasillos e ir a los pisos más altos sola. Era un lugar donde antes vivian monjas que, cuando estábamos en 4to grado, se habían ido y las historias que habían de cada pedacito de ese edificio me daban escalofríos.

Escaleras por todos lados. Un salón de actos con platea y todo. Una capilla con balcón para el coro, una biblioteca llena de manuales y un patio descubierto donde una compañera se clavo un súper tornillo y vi, en vivo y en directo, la herida mas profunda que se puedan imaginar.

No extraño el colegio. Pero la sensación de: “se acerca diciembre” es una de las que mas nostalgia me despiertan. Y pensémoslo así: en todos los lugares del mundo donde en fin de año hace frío, las clases no terminan cuando culmina el año. Terminar un nuevo embarazo escolar y que con él también lo haga el almanaque, es algo que en Europa no se consigue.